Patrones de género en las prácticas de tortura cometidas por las Fuerzas Armadas de México (2011-2019)

Gendered Patterns in Torture Practices Committed by the Mexican Armed Forces (2011-2019)

Abraham Sánchez Ruiz asanchezr@delasalle.edu.mx 1

Carlos Mejía Reyes carlos_mejia7563@uaeh.edu.mx 2

Marco Antonio Camacho Ruiz mcr2046630@udelasalle.edu.mx 1

1 Universidad de La Salle Bajío

2 Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo

Envío: 2020-08-24

Aceptado: 2021-03-04

First View: 2021-07-30

Publicación: 2021-08-31

RESUMEN: Este trabajo analiza las diferentes experiencias de víctimas de tortura por parte del Ejército de México para observar la relación entre métodos empleados y género. Los resultados muestran que existen diferencias por género respecto a las prácticas de tortura utilizadas. Mientras que los métodos de inmovilización, asfixia, electrificación y mutilación se ejercieron mayoritariamente en hombres, las mujeres sufrieron desnudez, contusiones en los genitales, acoso y violación sexual. Además, padecieron violencia de forma desproporcionada respecto a los hombres.

Palabras clave: tortura; género; Fuerzas Armadas; México

ABSTRACT: This work analyzes the different experiences of victims of torture by the Mexican Army to observe the relationship between the methods employed and gender. The results reveal that the torture practices used differ by gender. While the methods of immobilization, asphyxia, electrification and mutilation were mainly used against men, women were more likely to suffer nudity, bruises on the genitals, harassment and rape. Furthermore, women disproportionately suffered violence compared to men.

Keywords: torture; gender; Armed Forces; Mexico

I. INTRODUCCIÓN

Los casos de tortura para esta investigación provienen de los hechos publicados en las recomendaciones oficiales de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) realizadas por la Secretaría de la Defensa Nacional (SEDENA) y la Secretaría de Marina (SEMAR). Se analizaron con la hipótesis según la cual los métodos empleados por algunos integrantes de las Fuerzas Armadas son elegidos por criterios arbitrarios fundados en los estereotipos de género. El principal objetivo es contribuir a la discusión de un enfoque de género en la investigación sobre tortura, a través del caso de México. Las Naciones Unidas (2016) y otras instituciones (Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura, 2005), expresaron la necesidad de incorporarlo porque los resultados revelan una mayor frecuencia en hombres y eso oculta la intensidad de la violencia del resto de las víctimas. La Convención Interamericana para Prevenir y Sancionar la Tortura define tortura como: «Todo acto realizado intencionalmente por el cual se inflijan a una persona penas o sufrimientos físicos o mentales, con fines de investigación criminal, como medio intimidatorio, como castigo personal, como medida preventiva, como pena o con cualquier otro fin» (Organización de Estados Americanos, 1987). Como concepto posee tres características: 1) es intencional en oposición a accidental, 2) produce sufrimiento físico o mental y 3) se constituye como un medio para alcanzar un fin, cualquiera que este sea.

La innovación del estudio consiste en emplear un análisis donde se observan y comparan las diferentes experiencias de sufrimiento entre hombres y mujeres torturadas, porque, al igual que las sociedades determinan normativamente las actividades de cada sujeto sexuado sobre la base de atributos culturalmente asignados, el militar emplea esos mismos referentes culturales en forma de patrones para elegir métodos para suministrar dolor o sufrimiento. Es decir, el género está definido como el orden constitutivo de las relaciones sociales de los sujetos sexuados con una carga asimétrica de poder, basadas en símbolos culturales que evocan representaciones múltiples y contradictorias con respecto a los agentes involucrados a partir de esquemas normativos que posicionan a los varones con la masculinidad y a las mujeres con la feminidad (Scott, 2017), los cuales sustentan el conjunto de ideas, creencias y atribuciones sociales de la diferencia sexual, así como de las posiciones jerárquicas entre ellos (Rubin, 2017). Estos esquemas simbólicos se conforman como referentes de sentido y acción (Serret, 2001), que son empleados por miembros de las Fuerzas Armadas como forma de investigación criminal. Esos atributos preasignados orientan la conducta del militar, tomando al hombre por fuerte, valiente e intrépido, por lo cual se le aplican métodos de efecto físico para socavar su resistencia, así como aquellos mentales cuyo fin es humillarlo, por ejemplo, actos que lo feminicen.

Por su parte, a las mujeres, los prejuicios asignados culturalmente como inferioridad, delicadeza, belleza, pureza como expectativa (Delgado et al., 1998), así como la cosificación y sexualización forzada del cuerpo, orientan al soldado en su elección; de ahí se produce sufrimiento a través de la humillación, sometimiento y otras formas de violencia sexual reafirmando la pertenencia a una categoría secundaria y reduciéndolas a los órganos sexuales (Cucchiari, 2017; Fernández Guerrero, 2012). Del mismo modo, el transgresor emplea como referente de sentido los patrones y estereotipos de género para prever qué método es más duro para hombres por sus características definitorias de masculinidad y cuál es más atroz para establecer sobre mujeres por su condición construida de sumisa, frágil, inferior y objeto sexual relacionado con la forma aprendida de feminidad de una sociedad estructuralmente ordenada por estos mandatos culturales.

II. Contexto

El periodo durante el cual se perpetraron los actos de tortura en México analizados en esta investigación fue cuando se facultó a las Fuerzas Armadas para intervenir en seguridad pública. Un reciente informe de la CNDH, la Universidad Nacional Autónoma de México y el Programa Universitario de Derechos Humanos (CNDH et al., 2019) afirmó que, en un intento de combatir de manera frontal la delincuencia, común y organizada, los miembros de las Fuerzas Armadas ejercieron eventualmente tortura porque cumplía fines públicamente sancionados. Específicamente, su incursión adquirió una nueva dimensión a raíz de la «guerra contra el narcotráfico», como parte de un esfuerzo durante la administración de Felipe Calderón en el sexenio de 2006 a 2012 y donde se declara responsable de tomar decisiones difíciles, de las que nadie más en el gobierno puede o quiere tomar (Astorga, 2015; Calderón, 2020). Su principal característica es colocarlas como eje rector en actividades de seguridad pública. Primero, bajo el título de Estrategia Nacional de Seguridad se logró reducir temporalmente algunos delitos de alto impacto (Guzmán y García, 2016; Calderón et al., 2018). Pero se configuró un ambiente favorable para la violación a los derechos fundamentales de presuntos culpables, así como de centenas de inocentes.

Posteriormente, en el periodo de Peña Nieto (diciembre de 2012 a 2018), se reconfiguró el esquema al devolver a la Secretaría de Gobernación el control sobre las instituciones de seguridad, a través del Consejo Nacional de Seguridad Pública creado desde 1995. Además, se impulsó la reforma de un sistema judicial sostenido en el respeto a los derechos humanos y también se planteó la creación de una policía militarizada, basada en el modelo aplicado en Francia y Chile (Arroyo, 2018), donde el adiestramiento lo realiza la Gendarmería. En este escenario, los casos de tortura, lejos de cesar, se produjeron como residuo de las prácticas de investigación criminal (Magaloni et al., 2018). El informe del Comité contra la tortura en su versión del año 2003, cuando aún la incidencia delictiva se encontraba en bajos niveles, identificó que la tortura era una acción habitual y no se trataba de casos excepcionales o de ocasionales excesos (Naciones Unidas CAT, 2003; Organizaciones de la sociedad civil mexicana, 2019). El informe de Naciones Unidas (2014) confirmaba una frecuente incidencia atribuida a las instituciones de seguridad, ahora extendida a las Fuerzas Armadas, dentro de un régimen democrático liberal y representativo. Como consecuencia, se precipitó una crisis de violación a los derechos humanos (Calderón et al., 2018).

En la Figura 1 se observan los años de 2011 y 2012, que corresponden al periodo del presidente Calderón, donde se registra una alta frecuencia de víctimas. La mayoría de los casos confirmados por la CNDH fueron atribuidos al Ejército, que desplegó aproximadamente a 45.000 efectivos para estas actividades (Magaloni y Rodríguez, 2019). En 2017 el número aumentó a 52.000 soldados y 17.000 marinos (Organizaciones de la sociedad civil mexicana, 2019). El periodo de 2012 a 2018 corresponde a la administración de Peña Nieto y disminuyó la incidencia total de casos confirmados, así como de responsabilidad del Ejército, pero cambió la estructura de la distribución e incrementó la participación de los agentes navales. También, se aprecia una contracción del número de víctimas entre 2018 y 2019, durante la administración de López Obrador, asociada al retraso de tres a cuatro años para desahogar procesos no jurisdiccionales ante la CNDH. Pero resulta viable esperar la continuidad de la tendencia por tres motivos: el incremento de la incidencia delictiva, superior al periodo 2011-2012; así como la continuidad de la participación de las Fuerzas Armadas en labores de seguridad pública como sostienen algunas investigaciones (Cárdenas, 2019; Universidad Iberoamericana, 2020; Organizaciones de la sociedad civil mexicana, 2019); adicionalmente porque el costo político es más reducido cuando una administración anterior lo hizo (Poe, 2004).

Figura 1. Víctimas de tortura de las Fuerzas Armadas de México

Fuente: Elaboración propia con base en datos de la CNDH (2011-2019).

Sobre el tema predominan tres tipos de estudios sociales. En primer lugar, los de enfoque macro, donde se observa la incidencia de la tortura en el desarrollo democrático y comportamiento de los regímenes políticos (Davenport y Armstrong, 2004; Magaloni y Rodríguez, 2019; Poe, 2004; Poe y Tate, 1994; Rivera, 2010). Su objetivo es analizar el fenómeno como expresiones autoritarias de represión y el cambio político, pero en los resultados se oculta la diferencia del sufrimiento entre hombres y mujeres. En segundo lugar, los de enfoque micro estudian los efectos sobre las víctimas de forma individual y como grupo en conflictos armados (Kira et al., 2006, 2012), con el objetivo de generar instrumentos útiles para diseñar modelos de intervención psicológica. Los resultados destacan las diferencias de género, pero se deja fuera el contexto democrático y la inseguridad pública. Ambos enfoques suelen emplear indicadores similares como la incidencia, métodos empleados y enfoques transversales, pero poseen diferencias respecto a los resultados y su utilidad. También se desarrollaron estudios jurídicos (Angulo López, 2019; Colectivo Contra la Tortura y la Impunidad A. C., 2017), donde se analiza con enfoque de género, pero de casos específicos sin integrar datos agregados. Precisamente esta investigación permite estudiar los efectos de la tortura por género, en un contexto de inseguridad, caracterizado por la incorporación de las Fuerzas Armadas en seguridad pública, en una joven democracia; situación similar a otras naciones latinas.

En específico, el caso mexicano requiere ser entendido como una tortura catalogada por McCormick y Mitchell (1997) como «represión por iniciativa», caracterizada por que los funcionarios actúan de forma independiente al orden constitucional para usar sus poderes coercitivos de manera corrupta o su interés personal. Una alternativa a la explicación de esos autores es atribuida a la forma de entender la función pública porque el militar asume que en su trabajo es legítima la tortura, una práctica moral para destruir al enemigo, lo que Nagan y Atkin (2001) denominan «una especie de limpieza». Aunque se reporta su uso de forma reiterada a lo largo de las últimas décadas, no existen evidencias de órdenes de su ejecución contra la oposición, pobladores originarios, adversarios políticos u otras minorías. En ninguna de las declaraciones analizadas se denunció como móvil pertenecer a un partido político, movimiento social, participación en una protesta, profesar una religión, por sus ideas o preferencias. El argumento predominante de la detención fue la sospecha de pertenecer a un grupo delictivo, ser familiar o pareja de un presunto criminal o ubicarse aleatoriamente en algún lugar donde se desplegó un operativo.

Otra diferencia entre la tortura en México, respecto a otros donde el foco de atención es la represión, es el tiempo de retención y su efecto en la preparación de los castigos. Los casos aquí analizados se desarrollaron de forma inmediata desde la detención, en periodos de tiempo relativamente cortos, como máximo 72 horas y con la aplicación de métodos improvisados si se compara con los periodos reportados en las dictaduras militares de Sudamérica, donde se extendieron por meses y se prepararon variantes de castigos, como las violaciones a mujeres por cánidos entrenados (Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura, 2005). También aquí ocurrieron en un naciente régimen democrático donde se legisló su prohibición y adopción de medidas preventivas, así como atención a las víctimas. Aunque estas resulten insuficientes e ineficaces existe una desaprobación general por parte del Estado y se dispone de medios para reclamárselo. En todo caso, acontece la permanencia de funcionarios del sistema represor previo, que, pese al cambio político, otros factores permanecen igual o siguen otro ritmo de profundización democrática; efecto observado en otros estudios donde se identificó el entorpecimiento de la transición debido al pasado antidemocrático de las organizaciones (Davenport y Armstrong, 2004; Poe y Tate, 1994). Por ejemplo, la impunidad cotidiana en el sistema de justicia procesó de forma excepcional denuncias, menos de 20 sentencias entre el ámbito federal y estatal (CNDH et al., 2019). Además de permanecer esos actos contrarios a los derechos humanos en algunas instituciones, del incremento de la incidencia delictiva y la incorporación del Ejército a labores de seguridad pública, existen prácticas generalizadas de violencia de género. Esta se define como aquella que refleja la asimetría en las relaciones de poder que perpetúa y desvaloriza a la mujer frente al hombre, como consecuencia, se engendra un contexto desfavorable a sus derechos, posicionándola en una situación de vulnerabilidad por el mero hecho de ser mujer (Naciones Unidas et al., 1997). En específico, la violencia sexual se usa para someterlas, humillarlas, castigarlas e intimidarlas, atentando contra su autonomía y proyecto de vida (Angulo López, 2019); es decir, son sanciones de hombres contra mujeres por su cercanía a un presunto criminal o por su participación en el espacio público. El efecto de esa violencia de género potencialmente explica los efectos más graves en la salud mental a largo plazo de las víctimas mujeres de tortura y reduce su capacidad de empoderamiento porque la diferencia de género es un factor de protección en hombres, pero de riesgo en mujeres (Kira et al., 2006, 2012; Wesely, 2006).

III. Metodología

Las víctimas directas reportadas entre el año 2011 y 2019 se integraron en una matriz de información para recoger los datos de género, métodos de tortura ejercidos (en total nueve ítems), folio, año y entidad. Las categorías se diseñaron a partir de las mayores frecuencias acumuladas en las declaraciones de las víctimas y se agruparon para evitar repeticiones. Por ejemplo, la categoría dos de maltrato y violencia en el campo lingüístico se integra junto con amenazas, agresiones e insultos. En taxonomías como la propuesta por Magaloni y Rodríguez (2019) se registran en dos categorías diferentes. En la propuesta del Colectivo Contra la Tortura y la Impunidad (2017) los métodos analizados se detallan de forma precisa, pero carecen de estructuras o categorías analíticas. Se consideró como criterio de inclusión las víctimas identificadas en las recomendaciones sobre tortura y como criterio de exclusión los casos sin datos del género o el método. Precisamente el patrón consiste en el uso de las categorías como filtro en la asignación de valores de entrada de datos aparentemente desasociados y supone una regularidad de los mismos para su posterior análisis o medición.

Luego, se analizaron los resultados de 153 víctimas a través de la variable género y la de métodos de tortura. Ambas son de tipo nominal y dicotómicas, adecuadas para usar el test de chi cuadrado para estimar la independencia estadística. Adicionalmente, se evaluó el factor de riesgo a través de razón de momios (RM) para estudios transversales. La hipótesis nula (Ho) fue: no existe ninguna relación estadística entre el género de las víctimas y el método empleado por los militares. Esta se funda en la necesidad expuesta por Naciones Unidas (2016) de emplear el enfoque de género para visibilizar los efectos de la tortura en mujeres, tal como reportan investigaciones previas desarrolladas con técnicas cualitativas. En estas se les identificó como blanco de violencia sexual y sufrimiento de violencia desproporcionada; ahí se recupera la visión narrada en declaraciones y testimonios sobre sus efectos desiguales (Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez A. C., 2018; Organizaciones de la sociedad civil mexicana, 2019).

En total se sistematizó la información de 55 recomendaciones emitidas por la CNDH en un total de 4.000 hojas aproximadamente de documentos públicos. Esta fuente de información posee como ventajas mayor frecuencia de casos acreditados por medio del Protocolo de Estambul, cobertura nacional, datos sustentados en evidencias judiciales o médicas y declaraciones parciales de víctimas del género femenino y masculino. Otras fuentes carecen de estas propiedades. Las encuestas solo miden la percepción; las bases de datos de quejas o denuncias presentadas ante la autoridad dan cuenta de casos no confirmados; las instituciones penitenciarias ofrecen datos sobre la base de un tipo de población específica no comparable, especialmente porque en México no existe un registro nacional. La desventaja es la controversia en la aplicación honesta del protocolo (CNDH et al., 2019; Organizaciones de la sociedad civil mexicana, 2019), pero no afecta a los resultados porque se seleccionaron solo datos de casos confirmados; la deshonestidad, falta de diligencia o negligencia en su aplicación afecta ocultando a otras víctimas.

En todo momento, se siguieron los criterios éticos para la investigación sobre el anonimato de las víctimas y la ley vigente en México de protección de datos personales, por eso, se omitió el registro de datos de identificación. Del mismo modo, se realizó la georreferenciación a partir de la incidencia por entidad, por lo cual se trata de una aproximación a los hechos ocurridos a nivel estatal. Para esa fase se usó el software de uso libre QGIS, así como los datos vectoriales del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI, 2017).

IV. Resultados

En el método de inmovilización denigrante, privación visual o exposición a ambientes hostiles, los torturadores usaron esposas, vendas, cuerdas, cables, ropa, capuchas o cinta adhesiva para las extremidades. El objetivo de este sufrimiento fue anular la capacidad de resistencia (CNDH et al., 2019) y preparar la ejecución de otros métodos de sufrimiento intenso. En algunos casos se logró confirmar la inmovilización de las víctimas en la misma posición por largos periodos de tiempo, por ejemplo, estar en cuclillas o acostadas, además de manipulación de luz y propagación intencional de lamentos de otras víctimas. En la Tabla 1 y la Figura 2, se observa que el 94.7 % de las víctimas fueron sometidas a este método. Además, se confirma la existencia de diferencias significativas según género con un p-valor de .000. Estos resultados indican (RM: 35.29; IC 95 %: 4.15-300.14) un riesgo 35 veces más en hombres. Por tanto, se acepta la hipótesis alternativa: en general un total de ciento veintiún varones y veinticuatro mujeres sufrieron este método de tortura. En ese sentido, la elección por parte del victimario obedece a patrones de género, que es una forma primaria de relaciones significantes de poder (Scott, 2017) en el que los varones son vinculados con lo masculino y, por tanto, entendidos como una potencial amenaza por la supuesta capacidad física y emocional para soportar embates contra su posición en el mandato cultural. Desde este punto de vista, los varones son significados o asociados a la fortaleza física, emocional y con la obligación de contener la demostración pública de sometimiento físico y emocional frente a otros en las relaciones sociales (Connell, 2003). Con respecto a las mujeres, el orden simbólico de género les adjudica la feminidad, representada por el rasgo opuesto a la masculinidad: debilidad, delicadeza, emocionalidad (Ortner, 1979) y sometimiento tácito ante situaciones concretas de violencia que se comprenden como representativas de lo masculino (Connell, 2003), ya que el mandato de género orienta el sentido de la acción y expectativa de conducta pasivo-receptiva en las mujeres (Serret, 2001).

Figura 2. Métodos de tortura empleados en 153 víctimas (2011-2019)

Fuente: Elaboración propia con base en datos de la CNDH (2011-2019).

La segunda categoría es de amenazas y agresiones verbales. En esta se reportan todas las expresiones lingüísticas empleadas por los victimarios para intimidar, ofender o denigrar a víctimas de forma directa. Además, incluye las amenazas de lesionar, quitar la vida o fabricar pruebas para involucrar a familiares en actos delictivos. La Tabla 1 muestra que el 93.4 % fueron sometidas a este método y no existe ninguna relación estadística. Por su alta frecuencia es posible afirmar que esta conducta se normalizó como una práctica común en las detenciones y forma parte de las acciones violentas básicas de la tortura. A diferencia de otros métodos que se desarrollan por etapas con un inicio y un final, las amenazas y agresiones verbales jamás se detienen, se desarrollan de forma simultánea a otros métodos.

En la categoría tres se registra la extensa gama de golpes: a puño limpio y patadas en el momento de la detención. Luego se extiende e intensifica durante la retención o traslado con el uso de tubos metálicos, armas de cargo o demás utensilios disponibles en las instalaciones donde se improvisaron objetos contusos. Las golpizas llegaron al extremo de producir lesiones mortales cuando los militares las produjeron en rostro o caja torácica, por ejemplo, en la recomendación 86/2011 un varón fue intervenido quirúrgicamente para extirparle bazo y secciones del intestino. O cuando el conjunto de lesiones como ruptura de ambas piernas y brazos, junto con contusiones severas al cráneo, indujeron la muerte de forma lenta como detalla la recomendación 29/2012, donde un sobreviviente escuchó al victimario decir: «Se nos pasó la mano». La Figura 2 contiene el total de personas confirmadas por la CNDH: ciento veinte hombres y veintinueve mujeres, por lo cual no existe diferencia estadística, entonces, se aplica de forma generalizada.

Tabla 1. Resumen de análisis de independencia estadística para las variables de tipos y nivel de tortura respecto al sexo de las víctimas

Variables

Hombres

Mujeres

Total

Chi-cuadrado

gl.

P-valor

1) Inmovilización denigrante, privación visual o exposición a ambiente hostil

No

1

7

8

23.62

1

0.000*

121

24

145

Total

122

31

153

2) Amenazas, insultos y agresiones verbales

No

6

4

10

2.58

1

0.118*

116

27

143

Total

122

31

153

3) Golpes, patadas y/o azotes con objetos

No

2

2

4

2.25

1

0.183*

120

29

149

Total

122

31

153

4) Asfixia húmeda o seca

No

46

20

66

7.24

1

0.007

76

11

87

Total

122

31

153

5) Electrificación, quemaduras, mutilación y otras lesiones

No

36

16

52

5.38

1

0.020

86

15

101

Total

122

31

153

6) Desnudez

No

92

14

106

10.63

1

0.001

30

17

47

Total

122

31

153

7) Contusión en genitales y zonas erógenas

No

89

9

98

20.71

1

0.000

33

22

55

Total

122

31

131

8) Agresión, abuso, violación y otras formas de violencia sexual

No

118

12

130

65.13

1

0.000*

4

19

23

Total

122

31

153

9) Simulación de ejecución

No

114

28

142

0.36

1

0.548*

8

3

11

Total

122

31

153

Intensidad de tortura

1 a 3 métodos

15

10

25

33.28

2

0.000

De 4 a 6

96

8

104

De 7 a 9

11

13

24

Total

122

31

153

 

 

 

Test de Chi-cuadrado, p < .05 y método de significación asintótico. * El nivel de significación se midió por el método exacto de Fisher. Fuente: Elaboración propia con base en datos de la CNDH (2011-2019).

La categoría cuatro se refiere a las maniobras para inducir la asfixia. Entre los torturadores es sumamente preciado el método más eficiente para aumentar el dolor y reducir las evidencias, por eso, esta forma adopta las modalidades húmedas y secas. Las primeras consisten en el suministro forzado de líquidos por las vías respiratorias en una condición de inmovilización y humillación; además, los militares recurrieron a sumergir la cabeza de sus víctimas en cubetas, escusados y otros recipientes con líquidos. La asfixia seca consistió en la aplicación de bolsas y películas de polietileno para bloquear la respiración, hasta provocar la pérdida de conocimiento; posteriormente acompañada de maniobras de reanimación para prolongar la experiencia de dolor y evitar la pérdida del conocimiento de la víctima. También se observó el estrangulamiento por las lesiones reportadas en las cervicales. En este caso el 68 % de las víctimas fueron confirmadas con una tendencia a concentrar su efecto en hombres; solo a quince de las treinta y una mujeres les fue suministrado. El p-valor de .020 permite aceptar la hipótesis alternativa, según la cual hay una relación entre el género masculino y la asfixia. El factor de riesgo (RM: 2.55; IC 95 %: 1.1-5.70) indica para hombres 2.5 veces más el uso de este método.

La quinta categoría registró el empleo de electrificación, quemaduras, mutilación y otras lesiones físicas. Las descargas eléctricas se realizaron en extremidades y rostro con inmovilizadores eléctricos (taser) caracterizados por generar dolor y evitar lesiones expuestas, pero la CNDH los identificó porque las víctimas declararon con alta frecuencia escuchar el intimidante sonido que emiten esos aparatos, su empleo se reportó en otras investigaciones recientes (Treviño y Velázquez, 2019; Magaloni y Rodríguez, 2019). En ausencia de esos aparatos eléctricos improvisaron con cigarrillos o encendedores para quemar la piel produciendo lesiones que requirieron atención médica. Otros reportes revelaron la extirpación de uñas, su ruptura parcial o pinchazos con agujas debajo de estas, en condiciones insalubres. El castigo predominó en hombres y el p-valor de .007 confirma diferencias significativas; el factor de riesgo es de 3 veces más respecto a mujeres (RM: 3.0; IC 95 %: 1.32-6.83).

En la categoría seis se registraron las víctimas de desnudez. Este método desencadena en la víctima –en combinación con alguna forma de inmovilización, privación de la visión e incluso amenazas– una poderosa espiral de pánico porque incrementa la sensación de inseguridad e impotencia ante sus agresores; además, forma parte de un proceso de supresión de la personalidad llamado «muerte civil» cuyo objetivo es despojar de la identidad nominal, así como de los roles que poseía en libertad (Goffman, 2001). Aunque ningún rastro o evidencia física es posible documentar tras su aplicación, sus efectos son devastadores y suelen ser identificados en el protocolo de Estambul. En total, treinta hombres y diecisiete mujeres declararon ser despojados, de una prenda a la vez –o varias de un tirón–, en contra de su voluntad, ante militares violentos donde emplearon burlas e insultos. En este caso, el p-valor .001 permite rechazar la hipótesis nula porque existe una relación estadísticamente significativa entre el género femenino y la desnudez; el factor de riesgo (RM: 3.77; IC 95 %: 1.64-8.44) es de 3.77 veces más respecto a los hombres.

La categoría siete es la de contusión en genitales, hostigamiento o acoso sexual y registró los casos donde las víctimas fueron golpeadas, mutiladas o sometidas a descargas eléctricas en los genitales con el estricto fin de asestar dolor físico. En el caso de mujeres, además, se añadieron castigos y azotes en pechos o nalgas, reiterando con esto la simbolización de las mujeres a la reducción de partes sexualizadas de su cuerpo (Cucchiari, 2017). A diferencia de la categoría de golpes previamente analizada, esta supone un malestar agudo por la sensibilidad de la zona erógena, así como una humillación por su sentido simbólico al realizarse de manera forzada ante contingentes de militares. Se ejecutó contra treinta y tres hombres, equivalente al 27 % del total de ese grupo, en comparación con el 70.96 % del total de mujeres. Es decir, se observa una tendencia a concentrarse en mujeres como consecuencia de patrones de género; el p-valor de .000 es suficiente para aceptar la hipótesis alternativa con un factor de riesgo 6 veces más respecto a hombres (RM: 6.59; IC 95 %: 2.76-15.77).

La categoría ocho es la de violación sexual; registró cada acto, conducta o agravio con explícito sentido sexual, tales como contacto oral, vaginal o anal por una parte del cuerpo o incluso objetos de manera forzada, cuyo objetivo es la demostración de poder sobre la víctima, hacer que pierda la voluntad sobre su cuerpo y quede a expensas del agresor. Además, incorpora tocamientos, exposición genital forzada y otras formas de violencia sexual. Para ser considerada víctima de esta categoría fue suficiente con su declaración, porque algunos hombres y mujeres recibieron contusiones en sus genitales sin declarar abuso sexual. Por el contrario, otras víctimas no recibieron golpes o castigo en la zona erógena y testificaron ser agredidos sexualmente. Con la violación se vulnera la dignidad y autonomía de las personas de forma irreversible; no solo supone un abuso físico, sino un tipo de violencia expresiva que deja un mensaje permanente de incapacidad personal de autodeterminarse moral y psicológicamente (Segato, 2016) y fue suministrada particularmente contra mujeres: de veintitrés víctimas confirmadas, diecinueve lo reafirmaron, equivalente al 82 %. El p-valor de .000 indica que la elección de este método es producto de las referencias que la estructura simbólica de género organiza en el victimario confiriendo inteligibilidad. Este tipo de agresión carga un significado específico que atiende al orden simbólico que jerarquiza a los varones sobre las mujeres, aunado a la cosificación y reducción del cuerpo de estas a la genitalidad. Sin embargo, el acto de la violación a mujeres tiene por objetivo puntual disciplinar el cuerpo y la moral del agente sexuado como mujer por haber transgredido el mandato de pasividad, sumisión, obediencia a los cánones culturales que representan la directriz de su condición simbólica de género (Segato, 2016). Al mismo tiempo el agresor instrumentaliza el acto como medio para reafirmar su masculinidad, constituyéndose en una forma de dominación y se emplea para destacarse, imponerse y subyugar (Afanador y Caballero, 2012; Rodríguez Grisales, 2015). Con esta forma de violencia se asigna a las víctimas su lugar en la estructura social, tal como lo acostumbra el militar en su formación, arrollando con su fuerza siempre a los de menor jerarquía, a quienes por su posición les resulta imposible montar una defensa o resistencia.

Un claro ejemplo está representado en el papel que ha jugado tradicionalmente la violación en tiempos de guerra, ya que su utilización como forma de intimidación no es casual, obedece al ejercicio del poder del fuerte sobre el débil… La culturización de género antepone a las mujeres actitudes de sumisión (Trujano, 1991, p. 197).

La recomendación 54/2017 expone el sufrimiento de tres víctimas de violación sexual a hombres, por lo menos uno de ellos era menor de edad. La aterradora narración del único sobreviviente detalla la forma de ser obligados a practicar sexo oral a sus acompañantes, en medio de burlas, insultos, así como expresiones sexistas para asignarles atributos femeninos (Rodríguez Grisales, 2015).

Los militares obligaron al muchacho gordito [Víctima sobreviviente 3] que le diera besos en la boca al muchacho flaquito [Víctima ejecutada 2], y después le bajaron el pantalón y los calzones al muchacho gordito [Víctima 3] y obligaron al muchacho flaquito que le lamiera entre medio de los glúteos, y se burlaban de ellos y decían que ellos eran homosexuales porque les estaba gustando (CNDH, 2017).

En este relato, aunado al acto de abuso sexual forzado entre las víctimas, se suma la agresión verbal de señalamientos despectivos contra prácticas comprendidas como no heterosexuales, rasgo tácito de los esquemas normativos de la sexualidad validada como única para varones (Lamas, 1999). El factor de riesgo para mujeres es 46 veces más respecto a hombres (RM: 46.71; IC 95 %: 13.64-159.95).

La categoría nueve registró la práctica de simular ejecuciones a sus víctimas en ambientes controlados. Algunas de las declaradas fueron: introducir armas de fuego en la boca para fingir el tiro de gracia practicado por la delincuencia organizada o reportada en las ejecuciones extrajudiciales; armas de fuego detonadas a corta distancia de la cabeza (CNDH, 2012), o el caso de una persona lanzada desde un helicóptero por parte de los agentes marinos, atado a un arnés de seguridad. Cuando este método se perpetra de forma posterior a otros induce en la víctima la situación de desesperanza más intensa de todo el castigo, porque presupone que el rastro de las lesiones requiere ser ocultado a través de la muerte y porque se renuncia a su capacidad de oponer resistencia. Posiblemente algunas víctimas ven en este método la única forma de alivio a su profundo dolor, pero que también es prolongado generando sufrimiento mental. No existen evidencias estadísticas de diferencias al aplicarlo.

Ahora bien, en un análisis global de la frecuencia de acumulación de métodos perpetrados en la misma víctima se identificó una desfavorable concentración en mujeres. El 42 % acumuló un total de 7 a 9 métodos, en tanto los hombres registraron apenas un 9 %. El p-valor de .000 indica que ellas fueron víctimas que padecieron un mayor sufrimiento o violencia de forma desproporcionada.

De la muestra analizada, se distribuyeron en la mitad del territorio nacional, para un total de dieciséis estados, pero el 76.7 % se concentró en siete: Baja California, Veracruz, Colima, Nuevo León, Chihuahua, Coahuila y Tabasco. Sin considerar Tabasco, comparten como característica principal la presencia de la delincuencia organizada, específicamente actividades propias de cárteles del tráfico de drogas. La Figura 3 muestra la frecuencia de la distribución territorial y número total de víctimas, en esta se observa que se trata de un crimen disperso en todo el país, menos en la Ciudad de México y su área metropolitana. Por tanto, las regiones con mayor número de víctimas son predominantemente rurales, que otorga a los victimarios un mayor anonimato para sus maniobras, y la región de la Frontera con Estados Unidos, principal mercado de la venta de narcóticos, fue un total de 76 que representa el 49 % del total.

De las entidades involucradas, tres destacan por su alto nivel de riesgo por violencia de género para las mujeres con el 66.6 %: Guerrero, Veracruz y Chihuahua, donde se ubica Ciudad Juárez. En esa ciudad fronteriza ocurrió este delito de forma paralela a otros como mujeres desaparecidas (Segato, 2016) y un elevado índice de feminicidio. En Guerrero existe una extendida condición de extrema pobreza y pobladores originarios; por tanto, son entidades donde confluyen condiciones adversas que se agudizan en mujeres e incrementan su vulnerabilidad.

Figura 3. Distribución territorial de 153 víctimas de tortura atribuidas a las Fuerzas Armadas+ de México (2011-2019)

Fuente: Elaboración propia con base en datos de la CNDH (2011-2019) y Marco Geoestadístico y Vías de comunicación (INEGI, 2017).

V. Discusión

Este trabajo ha realizado una aproximación a la tortura empleada por las Fuerzas Armadas en México. Se han identificado tres tipos de prácticas: a) básica para todas las víctimas en general, b) sufrimiento físico para hombres y c) violencia sexual para las mujeres. La primera se suministra durante la etapa de arresto y se extiende hasta que culmina la experiencia de sufrimiento o cuando falleció la víctima. La segunda, junto con la tercera, se ejecuta luego de arrestar y poner bajo custodia a las víctimas ante la autoridad competente dentro de las primeras 72 horas.

Los resultados del análisis de las categorías seis, siete y ocho sobre violencia sexual a mujeres fundada en estereotipos de género coinciden con las características comunes identificadas por las Naciones Unidas en contextos de conflicto (2015) y otras investigaciones donde se reportó violencia sexual (Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez A. C., 2018; Organizaciones de la sociedad civil mexicana, 2019; Rodríguez Grisales, 2015; Torres Falcón, 2015). En esos informes se indicó que ese delito se desarrolla en un marco estructural de discriminación en los sistemas jurídicos oficiales y no oficiales, así como una condición de exclusión económica. Además, se agrava con la impunidad porque los miembros de las Fuerzas Armadas suelen ser excepcionalmente sentenciados por sus crímenes en las situaciones donde existe un enemigo más amenazante, como la delincuencia organizada o cualquier otro grupo armado. En el Informe alternativo de las Organizaciones de la sociedad civil mexicana (2019) se estimó con base en datos de la Encuesta Nacional de Población Privada de la Libertad de 2016 que el 41 % de las mujeres detenidas por agentes marinos fueron violadas y el 21 % cuando intervino algún miembro del Ejército, en tanto lo padecieron el 5 % de hombres. Esa es una cifra significativamente mayor a la que obtuvimos en esta investigación, pero la diferencia se atribuye a que nuestra muestra proviene de casos confirmados por la CNDH y en la encuesta participaron víctimas que no lograron acreditar la tortura en sus procesos judiciales o no iniciaron un proceso vía no jurisdiccional. En este periodo no se reportan abusos sexuales a personas LGBTI o mujeres indígenas, como ocurre en otros contextos violentos como conflictos armados (Naciones Unidas HRC, 2016).

Los datos de la distribución geográfica respaldan la sospecha del uso de la tortura como una forma de investigación criminal, porque se concentra en las entidades con presencia de la delincuencia organizada, tal como afirma el Diagnóstico en Materia de Tortura y otros Tratos Crueles (CNDH et al., 2019), que afecta de forma diferente a hombres y mujeres, así como territorios. En ese sentido, donde hay mayor violencia estructural y simbólica en contra de las mujeres es también donde las Fuerzas Armadas ejercen violencia sexual, porque es una forma extrema de la violencia de género.

También, se confirmó que existe discriminación de género porque las evidencias sugieren que existió el ejercicio de violencia en mujeres de forma desproporcionada. Aquí se midió a través de la sumatoria del número de métodos tortuosos cometidos en su contra y se comparó con los ejecutados contra hombres. Este efecto fue previamente diagnosticado por las Naciones Unidas (Naciones Unidas CAT, 2003, 2010; Naciones Unidas HRC, 2016) y que en México solo se tenían documentadas en investigaciones cualitativas y estudios de caso (Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez A. C., 2018), este es uno de los pocos estudios con datos agregados analizados con enfoque de género.

También, se encontró como en otras investigaciones el uso de dispositivos taser para descargas eléctricas, pero no hay ningún caso de evidencias de uso de pistolas taser como en los centros penitenciarios. Tampoco se identificaron casos de exposición a temperaturas extremas, amenazas de ser trasladados a otros países empleadas por cuerpos policiacos o lesiones por aplastamiento (CNDH et al., 2019; Organizaciones de la sociedad civil mexicana, 2019).

En general, el arraigo de valores democráticos, el incremento de instrumentos digitales para documentar y el despliegue de herramientas legales para denunciar y perseguir vía jurisdiccional y no jurisdiccional permite conocer con más precisión la dinámica de la tortura. Además, el complemento de los estudios cualitativos y los análisis con datos agregados colabora a integrar explicaciones más completas sobre el patrón de su desarrollo, para orientar a las autoridades y observadores de la sociedad civil en sus procesos de investigación, en la atención, asistencia y acompañamiento de víctimas.

VI. Conclusiones

En regímenes autocráticos existe la expectativa de eliminar la tortura a través de la democratización, pero en las democracias latinoamericanas establecidas en las décadas finales del siglo XX se torna más confusa la forma de prevenirla. El caso mexicano permite reflexionar que, si bien existe un nuevo conjunto de instrumentos e instituciones para reclamar al Estado cuando esta ocurre, resulta insuficiente porque aún se preserva una inercia de prácticas autoritarias y de uso excesivo de la fuerza por parte de algunos miembros del Ejército y otras instituciones. Del mismo modo existe la necesidad de enfrentar el crecimiento súbito de la delincuencia y el impulso de realizarlo a través de las Fuerzas Armadas, pero, en un contexto de violencia de género, se configura un efecto diferenciado que produce violencia sexual y violencia de forma desproporcional en mujeres, aunque en total representen menor cantidad de víctimas, como se observa en la muestra de 153 víctimas de las Fuerzas Armadas.

En Chihuahua y Guerrero se identificó un mayor riesgo de incidentes de tortura contra mujeres como resultado de la acumulación de desventajas estructurales como violencia de género, impunidad, presencia de delincuencia organizada y las Fuerzas Armadas para enfrentarla. Por tal motivo, se requiere, como inicio, ajustar las medidas de prevención, atención a denunciantes, víctimas, acompañamiento y formas de reparación acordes a los efectos de mediano y largo plazo generados en ellas; hasta ahora estas no se consideran como parte de un enfoque diferencial para procurar justicia. Además, se requiere de campañas integrales de formación de nuevas masculinidades en regiones de mayor urgencia, porque en el desarrollo de los casos identificados se observó una corresponsabilidad social más allá de las labores arbitrarias de militares o un régimen represor. Las líneas de acción estatal no se pueden limitar a legislar mecanismos punitivos para los victimarios (Angulo López, 2019) y solo la disminución o eliminación de la violencia de género podría contribuir a la reducción de incidentes de tortura como sugiere Kira et al. (2012) en los resultados de sus investigaciones. Y, menos aún, esperar que la democratización del régimen de las naciones latinoamericanas resuelva de forma mecánica, y a su propio ritmo, la construcción de sociedades más equitativas y justas donde la tortura no tenga lugar.

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AMÉRICALATINAHOY

ISSN: 1130-2887 - eISSN: 2340-4396

DOI: https://doi.org/10.14201/alh.

año 2021

agosto

vol 88

99

DOI 23845